LA MOSCA


Guilles Revell

Ayer, mientras estaba en no sé dónde, una mosca se empeñó en darme la lata [la vara, el coñazo…]. Nunca me han gustado las moscas. Con sus patas de insecto, y su cara de insecto, y sus silbidos de insecto, y sus alitas de cebolla [también de insecto]. 
Quise apartarla cientos de veces con la mano pero la dichosa mosca volvía y dejaba un trayecto invisible que no sale por mucha esponja, agua y jabón que se le aplique. Me acordé de ti [en cierto modo claro, tú no eras un insecto, tú no eras una mosca] cuando reclamabas mi cuerpo a todas horas, entre las sábanas ilustradas con flores o debajo de la mesa de aquel bar donde servían un café malísimo [jodidamente malo]. A ti te gustaba el café. El camarero era un hombre simpático pero sin mujer ni hijos y con la misma camisa amarilla desde la primera vez. A todo el mundo le daba pena menos a él mismo. A mí me daba envidia porque tenía una colección de vinilos en la estantería del salón y una casa vacía para el solito donde no necesitaba fingir ser buen marido o un padre ejemplar. 

Quise apartarte cientos de veces con la mano sin intención de aplastarte.

Era imposible, como la mosca y eso. La dichosa mosca.

Volvías por el trayecto invisible.

Al final, tuve que levantarme y hacerla callar por las malas. No pude. La mosca me miró con sus ojos de insecto y su boca de insecto y su lágrima de insecto.

Le dejé la puerta abierta, por si decidía largarse y eso. Era decisión suya, así lo pactamos los dos. En la planta baja hay más calor, y más cuerpo, y más piel. Hay más individuos que joder, solo son un par de escalones y listo.

La mosca se quedó toda la noche.

Tú te largaste y dejaste un pintalabios sin empezar y un perfume en las últimas.



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