UN POEMA QUE NO TENÍA NOMBRE


Escena Paris–Texas [Win Wenders]


Ella era un culo inquieto.

Se levantaba temprano
de una cama siempre limpia,
de unas sábanas siempre limpias,
de un cuerpo siempre limpio
excepto aquellas noches prohibidas
en las que éramos salvajes.

Le encantaba el café
[supongo que aún le encanta]
y que la cocina oliese a café
y que el pasillo,
con cuadros del mercadillo,
oliera a café.
Yo le decía que el olor a café
no va más allá de la circunferencia
de su taza ilustrada con un corazón cursi
y una frase cursi.

Le gustaba saltar en el sofá,
caminar en bragas y descalza por el piso,
espiar a los vecinos tras la ventana:
¡shhhhhhh no hables tan alto!

comprar vinilos de los setenta,
los pantalones abiertos por las rodillas,
el jazz y la música disco
[a mí, aquella mezcla, se me atragantaba
en mitad de la tráquea]
y hacerlo en cualquier parte
y a cualquier hora:
follar no tiene agujas, cariño.

Se pintaba los labios solo para andar por casa:
quiero estar guapa para ti,
el mundo tiene que vernos tal y como somos.

Le hacía versos con cualquier cosa,
con cuatro trapos,
con una cucharada de azúcar
o una falta de ortografía
y ella me dejaba la marca del mordisco en la piel:
un día de estos te como enterito.

Soltaba un montón de tacos en sus sintaxis,
coño, ostia, joder
A mi eso me gustaba
y sonreía
y ella hacía un corte de manga a las palomas
que estaban en la plaza
y después me callaba con un beso sin tregua:
la imperfección es lo que los hace humanos,
tú y yo somos animales.

Silbaba a su gato
como si fuera un perro,
discutía con su madre de política,
peinaba el bigote de su padre
y le llamaba viejo,
hacía globos enormes con el chicle
y los pinchaba
con las uñas pintadas de rojo.

A veces lloraba
y no sabía el motivo:
supongo que el mundo
es triste de por sí
a pesar de que finjamos ser jóvenes
y que nada importa más que nosotros,
pero todo es una jodida mierda.
Yo le limpiaba las lágrimas con la lengua
y a ella de daba asco sentir la saliva
en los ojos.

Puso la oreja sobre mi pecho cientos de veces
para escuchar los latidos
y marcaba el ritmo en voz alta:
uno dos, uno dos, uno dos

y cuando no escuchaba nada
me preguntaba si estaba muerto
y yo le respondía que ya hacía tiempo
que era un cadáver:
entonces, tendré que resucitarte
con un poema de los nuestros.



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