Ella era un culo
inquieto.
Se levantaba temprano
de una cama siempre
limpia,
de unas sábanas
siempre limpias,
de un cuerpo siempre limpio
excepto aquellas noches prohibidas
en las que éramos salvajes.
Le encantaba el café
[supongo que aún le
encanta]
y que la cocina oliese
a café
y que el pasillo,
con cuadros del
mercadillo,
oliera a café.
Yo le decía que el
olor a café
no va más allá de la
circunferencia
de su taza ilustrada
con un corazón cursi
y una frase cursi.
Le gustaba saltar en
el sofá,
caminar en bragas y
descalza por el piso,
espiar a los vecinos
tras la ventana:
¡shhhhhhh no hables tan alto!
comprar vinilos de los
setenta,
los pantalones
abiertos por las rodillas,
el jazz y la música
disco
[a mí, aquella mezcla,
se me atragantaba
en mitad de la
tráquea]
y hacerlo en cualquier
parte
y a cualquier hora:
follar no tiene agujas, cariño.
Se pintaba los labios
solo para andar por casa:
quiero estar guapa para ti,
el mundo tiene que vernos tal y como somos.
Le hacía versos con
cualquier cosa,
con cuatro trapos,
con una cucharada de
azúcar
o una falta de
ortografía
y ella me dejaba la
marca del mordisco en la piel:
un día de estos te como enterito.
Soltaba un montón de tacos en sus sintaxis,
coño, ostia, joder…
A mi eso me gustaba
y sonreía
y ella hacía un corte
de manga a las palomas
que estaban en la
plaza
y después me callaba
con un beso sin tregua:
la imperfección es lo que los hace humanos,
tú y yo somos animales.
Silbaba a su gato
como si fuera un
perro,
discutía con su madre
de política,
peinaba el bigote de
su padre
y le llamaba viejo,
hacía globos enormes
con el chicle
y los pinchaba
con las uñas pintadas
de rojo.
A veces lloraba
y no sabía el motivo:
supongo que el mundo
es triste de por sí
a pesar de que finjamos ser jóvenes
y que nada importa más que nosotros,
pero todo es una jodida mierda.
Yo le limpiaba las
lágrimas con la lengua
y a ella de daba asco
sentir la saliva
en los ojos.
Puso la oreja sobre mi
pecho cientos de veces
para escuchar los
latidos
y marcaba el ritmo en
voz alta:
uno dos, uno dos, uno dos…
y cuando no escuchaba
nada
me preguntaba si
estaba muerto
y yo le respondía que
ya hacía tiempo
que era un cadáver:
entonces, tendré que resucitarte
con un poema de los nuestros.
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